martes, 23 de junio de 2009

La hora del juego




Diez minutos antes de morir Tonino presumió de su triunfo en una partida de cartas. Solo ganó 12 mil bolívares de los viejos pero fue suficiente para brindar con un macciato la victoria en Tresette, un típico juego napolitano que desde hace 50 años congrega decenas de inmigrantes en el café Sucre de Chacao.

Tonino
cayó de repente. Un infarto preciso esperó a que terminara su juego y lo atravesó. Los paramédicos intentaron la respiración boca a boca, los golpes de pecho, la clínica Sanatrix, pero fue inútil. Murió delante de sus compañeros de juego, a las 5:15 de la tarde, la hora más concurrida. En ese instante se convirtió en el quinto de todos los muertos entre los clientes septuagenarios que ese rincón alberga en 30 metros cuadrados. El quinto en los dos últimos meses.

Pipo, Pepino, Mario y Vicente le antecedieron, pero en sus casas, no en los dominios del “El Consulado”, como los asiduos llaman a
l café regentado por la familia Gianotti desde 1957.
-Cayó fulminado, resume Vincenzo, compañero de cartas de Tonino que aparece de improviso y que ya casi no recuerda ese evento ocurrido pocos días atrás.

Vincenzo es un s
astre retirado. Tal vez por eso observa como midiendo, de arriba a abajo, de lado y lado, desconfiado. A Vincenzo le gusta economizar las palabras. Casi no habla y cuando lo hace se toma su tiempo. Se la pasa contemplando su mundo a través de unos cristales viejos y rayados, con esa mirada de a quien ya la vida le dio todo.

-Yo conocía a Tonino desde siempre, se lamenta Magda, la regente, que todo el tiempo está allí.
Magda, de ojos verdes inmensos, de abundante pelo negrísimo y nariz afilada, heredó hace seis años el local con todo y su antiguo mobiliario, c
on todo y sus viejos viejos, con su delantal talla L.
La afición de Tonino, Vincenzo y los demás a los juegos Ramina y Tressette da de comer a este mujerón hija de Paolo, pa
trono del café durante 47 años.

Magda entra y sale. Atiende y sonríe siempre. Saca un mazo de cartas y en segundos vuelve a lo suyo, al vapor de la leche, a hacer espuma. Desde abajo su perro de una raza indescifrable, que es blanco y atiende a Rocky la observa en silencio y le sigue los pasos.

-¡Mira! éste es Tonin
o, anuncia Magda al desplegar sobre el único mesón un ejemplar del semanario En Caracas arrugado, casi amarillo que rebuscó en los cajones endebles del escaparate.

La portada es una foto de la entrada del Café Sucre donde aparece Tonino. En la gráfica, a un lado de Tonino, reposa Rocky, el per
ro blanco que ahora parece negro, porque se arrastró por la calle, y descansa junto a las gaveras acumuladas en el fondo y tres traganíqueles que nadie usa.

Tonino resalta en plano medio, del lado derecho, y se parece a los viejos que ahora se concentrarán en el juego y que, como el muerto, vivo en la foto, van de poliéster en pantalones sujetados casi en el pecho.

-A Tonino también le gustaba jugar, como a ellos, dice Magda al señalar el cúmulo de cabezas blancas y calvas que poco a poco
se apoderan del lugar mientras se instalan a ritmo de “comeandamos” y “vabenes” sin ganas. Con parsimonia se van sentando mientras observan el reloj mecánico cortesía Belmont que pende en la pared izquierda y que marca las cinco menos diez.

Paolo Rossi, Dino Zoff, y otros próceres del fútbol italiano, vigilan desde arriba. Otro póster con la inscripción “Forza Azurri” y un Sagrado Corazón flanquean la barra improvisada y la máquina Faema 6-10 de hacer café.

Justo al fre
nte de esa máquina los viejos comienzan su lúdico ritual.

Algunos prefieren las dos mesas de afuera, pero los que apuestan duro reservan adentro. No reparan en los asientos pel
ados de tanto uso, tambaleantes. Los más sortarios se quedan las sillas erguidas y rojas casi high design que seis meses atrás fueron donadas por Michele, asiduo como los demás a este barcafé ubicado al frente del callejón Codazzi, en el local B de una casona verde muchas veces renovada, a cuatro cuadras de los centros comerciales más visitados de Caracas: el San Ignacio y el Sambil, y debajo de una planta deshabitada.

Van directo al mazo.
Los ojos escrutan la ubicación de las americanas y de las napolitanas -que parecen españolas- en las que han centrado su atención durante más de cuatro décadas, en las que pondrán sus sentidos en las próximas horas, y en los días que restan.

Junto con el humo comienza el juego. Para el Ramina se utilizan las americanas. Tressette se juega con la versión italiana de las castizas, esas de los bastos, copas y espadas, pero sin los adornos del margen, con trazos más rudimentarios y d
e un rojo más fuerte.

Los grupos parten y reparten, en murmullos hacen las apuestas, invocan la buena fortuna, suben el volumen y se pelean. Siempre se pelean: que si este no escuchó, que si aquel no jugó, que si el otro pasó, y en el interín las maldiciones retumban en clave romana, siciliana y napolitana. Esta vez se mezclan con un coleado portugués y otro árabe recién llegado que deben aprender la jerga para incorporarse a los vaivenes de los naipes y sus barajadores. Una que otra tacita de café y vasos con agua ayudan a saborear la victoria o a sobrellevar el maltrago de la derrota, según sea el caso.

En un día bueno el que canta “Trequiama” en el Tressette puede hacerse con 300 de los fuertes, pero eso solo ocurre uno que otro domingo o en los feriados, cuando la casa está full. Si es lunes o jueves salen con 10 mil, y de vaina. Suficiente para comprar los marroncitos de la tarde y alguna ambrosía a los amigos.

Hoy es jueves, no hay mucho en juego, por eso a ratos se distraen, quien no, con ese caos de acentos, idiomas, dialec
tos y fonemas inexistentes. Por instantes detienen el juego para ocuparse de esas chácharas inentendibles que los iguala, casi tanto como la tos. Llevan camisas en colores neutros, de rayas o cuadros, mocasines que alguna vez fueron marrones ¿o negros? Los dientes sí los diferencian, algunos son un escándalo (resina perfecta y brillo total) y otros roídos, amarillos y escasos.

Aunq
ue no están muy concentrados no se les puede molestar. Cualquier interrupción la toman como una afrenta. Responden con monosílabos y movimientos de cabeza ante una pregunta inoportuna. Otros sólo observan sus cigarrillos mientras aspiran con ganas y vencen con un siete de picas o varios corazones rojos.
Michele, quien no lleva cuadros sino una franela marrón, dice que algunos viven por el juego, pero a otros, como él, también
les gusta conversar.

Nunca olvidará Michele esa última letanía que anunció el paro del corazón agotado y la suspensión de los juegos avanzados.

-Mi, mi mi mi miqueee..., intentó completar Tonino cuando sus ojos ya comenzaban a estar más allá que de acá, antes de que se desplomara en el pecho del que quizás vio como su último salvador en ese grito de auxilio inacabado. Pero nadie lo pudo salvar. Su juego había terminado y Miquele lo despidió en el cementerio del Este, un océano de por medio del lugar donde había nacido 75 años antes.

Michele, fuma tabaco, tiene dos en total, uno normalito cuya marca no recuerda y otro habano original, indaga en su memoria, saca el yesquero y en dos intentos enciende el tabaco, el barato. La última vez que departió con Tonino fue en el o
toño pasado, el otoño del terruño original.

A Michele le ha ido bi
en. Sus negocios en la industria del cromo y el transporte le permitieron ganar lo que no pudo como barbero, oficio que ejerció solo por tres meses, recién llegado de Salerno a la Venezuela del dictador Pérez Jiménez.

Después cambió de ramo, poco a poco fue escalando estatus y ya montado en el tren de la prosperidad cambió de casa, de urbanización y de destino de vacaciones. Su única hija es venezolana de nacimiento y gracias a la ayuda del padre
pudo estudiar en la mismísima Cambridge donde se especializó en ingeniería química. Eso enorgullece a Michele, que se niega a regresar a su tierra “porque este calorcito no se encuentra por allá”.

Michele se tropieza con Magda, que no para de limpiar, saluda a los presentes y se sienta a mirar, de lejitos, pues un aviso en pap
el bond recuerda constantemente en el local la prohibición de fumar tabaco. Tampoco permiten escupir en el piso.

-Io conosco a lei , a la Magda, de quando era piccola, suelta Michele.
-Pero háblale en español, no le hables en italiano, replica Magda con la autoridad de la confianza ganada en años.

-Yo conozco a Magda desde pequeña. Era tremendísima y se la pasaba aquí metida, obedece Michele mientras se ubica, para no molestar con el humo, al lado de la rejita verde de afuera. Está parado frente a su Mercedes 500, uno de los cuatro autos que tiene, además del BMW M5, y los Renault Megane y el Alpine 3000 Turbo, éste último, asegura, “único en Suramérica”. Los Fiat, dato curioso, no figuran en ese inventario.

Michele era cuñado de Tonino,
tiene 65 años, visita Capri y Roma todos los años. Es uno de los más jóvenes de los asiduos al café y, aunque vive en la urbanización Miranda, un reducto de la clase media-alta del este capitalino, se refugia religiosamente en el Sucre todos los días desde hace más de 40 años para hablar de los giros de Italia (también de Francia), de Fórmula Uno y de cualquier cosa, eso sí, nunca de política.

-¿Ni de Chávez?
-Jajajajaja, ríe mientras arquea las cejas bicolor.
-En esta cuadra conocí a mi esposa, aquí están mis compañeros, mis amigos. Aquí vengo a relajarme cuando salgo del trabajo, agrega Michele entre risas mientras da otra caladita a su tabaco a medio acabar.
-Aquí uno se ve, juega un
poco y a esta edad ¿a dónde puede ir uno?, interrumpe Vincenzo, en un tono apagado, desalentado, con la cabeza hundida en los hombros y con esa mirada casi perdida.
-Todos nos morimos, sentencia Vincenzo como para convencerse aun más de lo inevitable.

Vincenzo vive dos locales más allá, tiene años sin ir a Italia y se instaló en Chacao en los 50 “porque en esa época de la posguerra en Italia había necesidad de todo”.

Lo que no tien
e Vincenzo es necesidad de lamentar la muerte Tonino, ni las demás, “porque a todos nos toca”.

Ahora que los amig
os se van sin posibilidad de retorno a Vincenzo le da por recordar su llegada en barco a otra Venezuela, su difícil inicio como sastre, su calle de escasos edificios y sus compañeros, que junto con él, forman parte de esa última camada de despatriados que encontró refugio en este rincón del trópico.
Michele da una larga bocanada a su cubano de 400 mil bolívares la caja y se recuesta de nuevo en la rejita verde antes de cruzar la calle y acomodarse al ras de la acera, al pie de la panadería Nueva Chacao, segundos después Vincenzo lo acompaña.

***

Desde el otro lado de la acera la fachada del Café Sucre se ve dominada por varios tonos de verde: el agua, el claro, el de hospital, el descolorido, el agotado. Ninguno semeja los ojos de Magda, que se ve en el fondo, siempre sonriente, mientras sigue su rutina de despachar capuchinos al tiempo que calcula “la raya” (la mano) del juego que ahora está por 3 bolívares. El abandono no justifica la concurrencia.

-Es el precio, no hay otro lugar tan barato en todo Chacao, por eso vienen. En La Carlota es más caro, enfatiza Magda.
-Aquí es más barato, la secunda Hugo Corzetti, un cantante y músico retirado que habla sin acento, de buenas maneras, que mira a los ojos y va resguardado en una amplia guayabera blanca y unos anteojos que permiten suponer un pasado de bohemia y composiciones. Lleva en la mano un CD de su autoría y propiedad que está dispuesto a prestar de modo temporal donde interpreta canciones del autor Inocente Carreño acompa
ñado de la Orquesta Filarmónica Nacional.

Corzetti no era tan amigo de Tonino pero claro que lo recuerda porque se la pasaba allí metido. Le gusta jugar con Michele y desde los años 50 visita el negocio de los Gianotti.

Fue por esa época en que sucumbió ante las redes de la música luego de ganar un concurso de cantante aficionado en Radio Rumbos. En el librito del CD se lee que este tenor alcanzó la honrosa distinción de ser escogido por el maestro Vicente Emilio Sojo para la grabación discográfica de “unas admirables canciones sefardíes”.
Corzetti cuenta que es cofundador de algunas escuelas de música en el país y que por años estuvo viajando una vez a la semana a Barcelona, la Barcelona venezolana, para dar clases. “Aun funciona esa escuela de música”, susurra con orgullo antes de volver a sus cartas, la segunda pasión de su vida.

Cada uno de los jugadores paga 3 bolívares por 3 horas y entre las 9 de la mañana y las 8 de la noche hay por lo menos dos mesas llenas. Eso se traduce en el pago del colegio del hijo de Magda, Gianpaolo, un rubio pecoso de 11 años que se la pasa jugando fútbol en el callejón, aunque no sea época de mundial.
También sirven para pagar el millón mensual que cuesta el alquiler del Café Sucre, que siempre ha sido arrendado y apenas da para mantenerse.

Ya en varias oportunidades a Magda le ha pasado por la cabeza la posibilidad de cerrar de un tirón y para siempre la Santamaría, pero surgen inevitables las preguntas: “¿Qué pasará con estos viejos”, “¿A dónde van a ir?”.

***

La mujer saca una guaya que parece oxidada para “destapar” la Faema, elimina la borra sobrante mientras busca con sus ojotes otro grupo de cartas solicitadas.

Los mazos descansan en un viejo gabinete de vidrios oscuros que también almacena remedios, papeles viejos, barajitas Panini del 2006, 2002, 1998, y 1994 y un cerro de polvo cincuentenario. En la esquina noreste del anaquel conviven calcomanías de varios santos en 6 x 3 cm con el Cardenal Jorge Urosa Savino que por su sonrisa parece sentirse bien acompañado. Allí, pegados a medias en el vidrio cuarteado, resaltan con sus ojos dolidos la Rosa Mística, dos nazarenos y el padre Pío. La Sagrada Familia, en dimensiones más amplias, los observa desde atrás.

-Y este es San Paolo, completa Magda la cuenta celestial, mientras señala una foto desgastada de su padre, cuando vivía, al pie del Café, ya viejo, cuando habían reemplazado por precaución –y orden de la alcaldía- el cartel blanco original, que decía “Café Sucre” y salía de un pedestal. Era la época de gloria y las cartas también formaban parte del menú. Entonces el olor a pizza se mezclaba con el del tabaco y se podía fumar. Las paredes lucían un verde nuevo, y algunos afiches de las escuadras de la Juve y el Milan de los años 80 dominaban el local, tal como lo hacen ahora.

El helado Frappe 100% artesanal y los tiramisú de Mamá Eva, la madre de Magda, atraían a los niños que frecuentaban el café. Don Paolo y su esposa vivían tres locales más al oeste, al lado de la zapatería La Caperucita, y el café, junto con Magda, era la niña bonita de la familia.

En esa época Michele y los demás tenían rato aficionados a las cartas y a los rituales diarios del Sucre. En la comunión participaban otros asiduos como Vincenzo, Tonino, Pipo, Pepino y otros tantos que por dos horas prescindían de sus mujeres y sus trabajos para compartir con los amigos.

-Te acuerdas, Michele, cuando le prestaste la moto a mi papá y yo me fui con él y nos caímos por Las Palmas... menos mal que no nos pasó nada, bueno, a la moto sí. Recuerda Magda mientras seca, limpia y pasa refrescos recordando a los ausentes. Su padre Paolo, quien cumpliría hoy 73 años, fue el primero “en irse” dos años atrás. Pero no es la única muerte que duele.

-En los dos últimos meses se me han muerto cinco, reitera con los ojos más agua que verdes.

Magda se reincorpora, se transporta a tiempos pasados y señala hacia el cartel que identifica al café pero no se ven rastros del pedestal blanco. Desde hace 20 años da la bienvenida un aviso rojo cortesía Coca Cola. En los próximos días el aviso será refaccionado, con nuevo logo, pero seguirá diciendo Coca-Cola. Las dos neveras que funcionan de las tres que habitan el local también aluden al legendario refresco, a diferencia del refrigerador que no sirve, cortesía Don Paolo, que sólo alberga un cono rojo de emergencia vehicular y no gatorades, agua, maltas -y Coca-Colas- como las otras neveras.

***

Las bebidas se venden bien. A las 5 el sopor de la tarde se hace insoportable y todos exigen otra cosa que café.

El único ventilador no vence los olores alborotados y ese hálito rancio que flota en el aire.

-Aquí huele a fo, lanza una mujer que pasa de largo. Michele, quien vuelve a la barra, después de elevarse con los habanos, la mira y se ríe.

Magda no escucha. Está concentrada en la faena, que la agota, pero su buen humor sigue en pie. El verde-verde vuelve a sus ojos, apaga el nuevo Sony 21 pulgadas suspendido en las alturas de la nevera inservible y relata que una vez un cliente sugirió –luego de una minuciosa observación- un cambio de nombre al café Sucre. “Debería llamarse el café de los huevos caídos”, habría dicho el visitante. Vaya ofensa al Mariscal.

Magda vuelve a la Faema y mira a su alrededor. Todos están concentrados en el juego. Solo unos pocos se quedan en las sillitas de afuera, viendo al piso, u observando los carros que a la hora pico comienzan a acumularse en la calle Sucre. Suenan cornetas, repican las alarmas, retumban las mentadas de madre. Los viejos que están afuera no hacen más que observar.

-Dónde la pongo, dice Magda y como midiendo los espacios, y calculando cada centímetro, anuncia que mañana desplegará la bandera de Italia. Nadie responde.

Durante un mes el estandarte estará colocado sobre el gabinete de todos sus santos.

El televisor, otra vez sintonizado en un canal que no se distingue por la interferencia, asegura que desde el Café Sucre se verá la edición 2006 del mundial de fútbol, o por los menos a Cannavaro, el capitán, comandando la escuadra azurra.

-Será el último campeonato para algunos. Sabes lo que son cinco en un año, reflexiona Magda mientras entrega otro mazo de americanas y saluda a la única mujer que ha entrado en “El Consulado” en la última hora.

-Mañana pondremos la bandera, repite.
De nuevo nadie responde.

Magda se encoge de hombros, toma un sorbo de soda que segundos antes cogió de una de las neveras funcionales, se anima de nuevo, agarra aire para subir la voz y se queda esperando...
-sd/fotos: iván gonzález

Crónica publicada en el libro Desvelos y Devociones, el pulso y el alma de la crónica en Venezuela (2007) y en la revista Marcapasos

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